Mirad el primer almanaque que tengáis a
mano. En ninguno encontraréis las dos efemérides más importantes del
año. Un veinticinco aniversario doble: el del nacimiento del GIF
(Graphics Interchange Format) y el de la primera vez que este niño
castellano vio el mar. El siguiente texto dará cuenta del primero a
través de los ojos del segundo. Porque el gentilicio de la mirada es
importante en circunstancias como esta. Un castellano pierde de verdad
la virginidad cuando ve el mar por primera vez. Tras ser arrojado al
páramo del espanto después de nueve meses amnióticos, percibir el mar no
supone un regreso al útero, sino el despertar emocional y estético. Es
cambiar el amarillo por el azul, el campo de cereal por láminas de agua,
espigas por olas, barro por espuma, las cigüeñas por las gaviotas, las
plagas de topillos por los bancos de sardinas. El uso de razón se
adquiere a la orilla del mar.
Hablaremos de un tipo concreto de GIF, el animado. Su producción
masiva y su presencia generalizada, nos lleva a considerarlo un elemento
simple, cuando no banal. A lo sumo como un tipo de imagen de
reminiscencias pop, y por lo tanto intrascendente. Despachar la
morfología y la percepción del GIF animado con la misma rutina mecánica a
la que empuja su uso, es una frivolidad. Si no eres un simple
internauta y tienes relación con el estudio de la imagen, la frivolidad
se convierte en irresponsabilidad. En un rápido análisis del GIF como
integrante legítimo del audiovisual contemporáneo, podemos llegar a
trazar toda una genealogía artística mientras desciframos algunos de
nuestros comportamientos.