Invisible, de Víctor Iriarte
Nos traemos al blog el muy interesante texto escrito por Isaki Lacuesta sobre el cine de Víctor Iriarte. Como bien dice el título, un cine invisible, como Invisible es el título de su nueva película, presentada en el FID Marseille 2012. Esperemos poder verla pronto a este lado de los Pirineos, hasta entonces disfrutamos del artículo de Isaki, publicado en su blog: La crítica espectacular, en Febrero de 2012.
Trucos de magia
“Invisible” (2012) tiene la capacidad de iluminar, de modo
retrospectivo, las virtudes de todos los trabajos anteriores de Víctor
Iriarte. Sobre todo porque, dada su escasa repercusión pública, las
numerosas películas que Iriarte ha ido haciendo a lo largo de los
últimos diez años también podrían haberse llamado “Invisible”.
Conociéndole, seguro que no le hubiera disgustado ser el primer cineasta
de la historia cuyas películas se llaman todas igual, equiparándose así
a George Foreman, cuyos cinco hijos se llaman George, porque, como él
mismo explica, “después de haber sido golpeado en la cabeza por Muhammed
Ali, pensé que lo mejor sería no complicarme demasiado la memoria...“.
Pero el hecho es que las otras películas de Víctor no se llaman “Invisible”, sino "Wrócic-Volver” (2006),“Decir adiós” (2007) y “Cinco películas breves”(2007),
las tres rodadas en un 16 mm intemporal; los vídeos
“E-j-e-r-c-i-c-i-o-n-ú-m-e-r-o-d-o-s” (2007), “Tentativa” (2006), “El
mar” (2010), además de las piezas de vídeo-arte realizadas para
espectáculos en vivo como “El otro lado-Arrazen miztura (2004)” y
“Microscopio” (2003), o el cortometraje rodado con móvil para el
festival Punto de Vista "Apuntes para una película de espías
(2008). Gracias a esta última pieza, Iriarte confirmó lo que muchos
sospechábamos, que había nacido para ser un personaje de Enrique
Vila-Matas, quien relató aquel extraño rodaje en su libro “Dietario voluble”.
De entre todas sus piezas, quizás la más invisible (y ya es decir) sea zortzi / bederatzi” (2009),
un documental rodado a lo largo de dos años, con rollos de S8,
alrededor de la banda de rock Lisabo. Esta película -que más que a una
canción se parece a un disco de vinilo cuyos surcos crepitaran con la
electricidad estática- llegó a proyectarse en una única ocasión, pero
los músicos de la banda decidieron entonces que deberían remezclar las
pistas de sonido y, en tanto que este trabajo se va postergando
eternamente, a los espectadores no nos queda más remedio que seguir
esperando al día en que “zortzi/ bederatzi” regrese al mundo de lo
visible.
Debo confesar que, al redactar esta filmografía y comprobar la cantidad
de piezas que Iriarte ha realizado en pocos años, incluso yo, que sigo
fielmente sus trabajos, me he quedado sorprendido. Además, a esta ya
larga lista es necesario añadir las docenas de miniaturas (Iriarte las
llamaría “minotauros”) que, con sorprendente frecuencia, acostumbra a
colgar en su cuenta de Vimeo, un laboratorio de ideas llamado
“cajaconcoasdentro”. Estos “minotauros” son poesía, diario personal,
performance, ensayo crítico y truco de magia, y hacen de Iriarte un
cineasta personalísimo, cuyas inquietudes verdaderas le llevan a lugares
donde nunca había estado ningún otro realizador español que yo conozca.
¿Quizás las colaboraciones de Brossa con Portabella? No, porque
aquéllos nunca tuvieron tiempo para el amor. A diferencia de los
anteriores (y en eso sí se parece a otros degenerados españoles
contemporáneos: no es casual que en su exilio madrileño haya terminado
compartiendo piso con Los Hijos), Iriarte parece tener vocación de autor
de notas a pie de página, en el mismo sentido que lo pueden ser los
escritores ocultos que más le gustan. Y si algún critico o ensayista
profesional estuviera leyendo estas líneas, desde aquí le animo a
escribir sobre por qué son tan especiales y encantadoras algunas de las
piezas que ha realizado a lo largo de enero de 2012, “Fjuego”,“Tatuaje” y “Acapulco”.
De algún modo, las obras de Iriarte son como esos instrumentos que él mismo desvela en “Apuntes para una película de espías”, y que se auto-destruyen a los cinco segundos de ser usados. Si las esculturas de Carpeaux eclipsaron la memoria de sus espléndidas pinturas, con Iriarte sucede algo parecido, como si las múltiples personalidades públicas que compagina (escritor, periodista, performer, colaborador de músicos y bailarines, director de foto y montadorde Raya Martin, letrista de canciones, estudioso de la telequinesia y ahora también argumentista de cómics) nos hubieran distraído de su trabajo como cineasta, abundante y sostenido en el tiempo. A esto se suma una circunstancia curiosa y decisiva: Iriarte es de los que prefieren dedicar sus energías a producir nuevas obras antes que a mover y rentabilizar sus trabajos anteriores. Sus obras siempre están realizadas como si fueran esbozos, apuntes preparatorios para una obra magna que, en realidad, le importa un bledo y nunca hará. Así, acostumbra a colgar los vídeos en Vimeo sin avisar a nadie, ni hacer el mínimo esfuerzo por divulgarlas, como si internet pudiera servir no solo para publicar las obras sino también para sepultarlas. Por algo Iriarte es un profundo conocedor de los microgramas indescifrables de Walser y de las enumeraciones imposibles de Perec.
Por eso, no me extraña que la primera fotografía de Iriarte que aparece cuando buscas su nombre en google sea una especie de estampa policial, en la que alguien que no se parece demasiado a él mira al frente, como si estuviera a punto de fundar una secta religiosa o un grupúsculo anarco-chanante de los setenta. Al ver la foto, no tardé en sospechar que Iriarte (siempre misterioso, como el hombre de negro de los cómics de Liniers), se había camuflado una vez más, disfrazado esta vez de espía de la Segunda Guerra Mundial. Para verificar esta teoría me bastó con comparar su foto con una de las pocas que conservamos de Juan Pujol, el mítico doble espía que engañó a los nazis y a los aliados, más conocido como Garbo. Pueden dormir tranquilos: nunca reconocerían a los hombres de estas fotos si se los cruzaran por la calle. En realidad no son así.
FuSonambulismo
“Invisible” es un retrato del amor pautado por una pantalla negra. Pero, como bien sabía Malevich, no hay nada más distinto a una pantalla negra que otra pantalla negra: así, la oscuridad de Iriarte no se parece en nada a la de Guy Debord provocadora, intelectual y crítica, sino a la de Monteiro en “Branca da neve”, tan acogedora. Cuando la pantalla se eclipsa en “Invisible” es para que podamos concentrarnos en las armonías sonoras y para preparar con más cuidado el advenimiento de la siguiente imagen. Iriarte siempre filma lo que más le gusta, lo que más quiere y lo que más desea. No hay en su cine ni una gota de resentimiento, sino de juego y de celebración, y en sus tonos más graves vibran algunas pudorosas notas de duelo por la belleza extinguida. En “Invisible”, la retratada es la chelista Maite Arroitajauregi, conocida por los aficionados a la buena música como Mursego. Los espectadores asistimos a escenas fragmentarias de la grabación de su segundo disco, “Bi”, que, por el modo de filmar la música como un trabajo artesanal, podrían recordarnos al Godard de “Hélas pour moi” y, sobre todo, al retrato cargado de deseo físico de Jeanne Balibar en “Ne change rien”, de Pedro Costa. Pero ya hemos insinuado antes que lo importante del cine de Iriarte no son sus semejanzas (no dejemos sin trabajo a los gacetilleros), sino sus peculiaridades. El primer toque distintivo de “Invisible” radica en la peculiar atmósfera que brota a medida que el carácter realista de las imágenes de Maite (planos fijos, filmados con trípode) se sumergen en un tono propio de cine fantástico.
Hay en ”Invisible” un gran hallazgo formal, con el que creo que Iriarte ha desarrollado definitivamente una voz propia: la combinación de textos literarios (en el centro de la pantalla se sobreimpresionan breves diálogos entre dos personajes) con una voz en off recitada por el propio Iriarte. De vez en cuando, escuchamos sirenas, susurros, sonidos lejanos, que no corresponden a nada que veamos en pantalla. Evidentemente, ninguno de estos recursos es por sí mismo novedoso (Genet, Duras, Isou), pero el modo en que interactúan todos estos ingredientes acaba siendo insólito, conforme al fondo de la película: lo más cotidiano es también lo más desconocido. Uno de los textos sobreimpresionados nos anuncia: “Es una película de amor”. Poco a poco, iremos comprendiendo que, en realidad, estamos asistiendo en vivo a la crónica de un desamor: a la separación entre el retratista y la retratada. La voz y el texto sugieren que Maite está grabando con su chelo la banda sonora de una película de vampiros, una película que, por supuesto, nunca veremos a menos que asumamos que ésta se agazapa en el interior de la propia “Invisible”.
Y es en la utilización desesperada del cine como medium para invocar lo perdido, para tratar de frenar lo irreversible, donde la trama vampírica de “Invisible” afila sus colmillos. Iriarte aprendió de Garrel que el retrato (ese género tan esencialmente cinematográfico, pero que por causas extrañas nunca ha merecido tanta atención como el western o el musical) podía ser realista al tiempo que misterioso. Algunas de sus mejores piezas (“Cinco películas” y “Hamaika".Retrato de JJ Baquedano ya demostraban que, mediante retratos frontales y mudos de personas mirando a cámara, Iriarte es capaz de plasmar el deseo y la amistad circulando entre ambos lados de la cámara.
Y también de sugerir que toda presencia física oculta al fondo un iceberg secreto. Entre las pantallas negras, los pedazos rotos que Iriarte va exponiendo son capaces de evocarnos sensaciones físicas memorables (los grillos, las horas al amanecer en el hotel Sandokkan, los sonidos que reconstruyen espacios y biografías, como en el “Weekend” de Ruttmann): sinestesias, metonimias, mujeres sin pasado, hombres pantera, y las venas hinchándose en el cuello de Maite mientras canta. Neorealismo y magia. A medida que avanza, escuchamos una por una las sucesivas pistas de sonido que va grabando Maite con distintos instrumentos: algunas son emocionantes, románticas, otras cómicas, caricaturescas; dan la sensación general de pertenecer a discos diferentes. Solo al final, cuando escuchemos la mezcla de las diversas pistas, comprenderemos que formaban parte de un mismo tema, que los sonidos contradictorios, cuyas audición aislada no nos permitía hacernos idea de ningún conjunto, habían sido concebidos para confluir en una composición única y “Invisible” es una película compuesta del mismo modo.
Así, cuando nos muestra hasta qué punto las posturas físicas que deben adoptar los músicos son anatómicamente antinaturales, y vemos que las manos de Maite sobre el chelo parecen garras, la película nos habla a la vez del proletariado de la música y de los sentimientos íntimos del cineasta. “Invisible” es una película hecha sin miedo, que te aborda y a continuación pide distancia para volverte a abordar, igual que los amores inconclusos, hechos de expectativas, interrupciones y ventriloquías. Iriarte ha hecho una película sonámbula. Y eso debería bastar para colocarlo en el mapa de los cineastas que hay que seguir en este país: al menos, hasta que él mismo se encargue de darnos esquinazo y desaparecer sin dejar ni rastro.
Isaki Lacuesta
De algún modo, las obras de Iriarte son como esos instrumentos que él mismo desvela en “Apuntes para una película de espías”, y que se auto-destruyen a los cinco segundos de ser usados. Si las esculturas de Carpeaux eclipsaron la memoria de sus espléndidas pinturas, con Iriarte sucede algo parecido, como si las múltiples personalidades públicas que compagina (escritor, periodista, performer, colaborador de músicos y bailarines, director de foto y montadorde Raya Martin, letrista de canciones, estudioso de la telequinesia y ahora también argumentista de cómics) nos hubieran distraído de su trabajo como cineasta, abundante y sostenido en el tiempo. A esto se suma una circunstancia curiosa y decisiva: Iriarte es de los que prefieren dedicar sus energías a producir nuevas obras antes que a mover y rentabilizar sus trabajos anteriores. Sus obras siempre están realizadas como si fueran esbozos, apuntes preparatorios para una obra magna que, en realidad, le importa un bledo y nunca hará. Así, acostumbra a colgar los vídeos en Vimeo sin avisar a nadie, ni hacer el mínimo esfuerzo por divulgarlas, como si internet pudiera servir no solo para publicar las obras sino también para sepultarlas. Por algo Iriarte es un profundo conocedor de los microgramas indescifrables de Walser y de las enumeraciones imposibles de Perec.
Por eso, no me extraña que la primera fotografía de Iriarte que aparece cuando buscas su nombre en google sea una especie de estampa policial, en la que alguien que no se parece demasiado a él mira al frente, como si estuviera a punto de fundar una secta religiosa o un grupúsculo anarco-chanante de los setenta. Al ver la foto, no tardé en sospechar que Iriarte (siempre misterioso, como el hombre de negro de los cómics de Liniers), se había camuflado una vez más, disfrazado esta vez de espía de la Segunda Guerra Mundial. Para verificar esta teoría me bastó con comparar su foto con una de las pocas que conservamos de Juan Pujol, el mítico doble espía que engañó a los nazis y a los aliados, más conocido como Garbo. Pueden dormir tranquilos: nunca reconocerían a los hombres de estas fotos si se los cruzaran por la calle. En realidad no son así.
FuSonambulismo
“Invisible” es un retrato del amor pautado por una pantalla negra. Pero, como bien sabía Malevich, no hay nada más distinto a una pantalla negra que otra pantalla negra: así, la oscuridad de Iriarte no se parece en nada a la de Guy Debord provocadora, intelectual y crítica, sino a la de Monteiro en “Branca da neve”, tan acogedora. Cuando la pantalla se eclipsa en “Invisible” es para que podamos concentrarnos en las armonías sonoras y para preparar con más cuidado el advenimiento de la siguiente imagen. Iriarte siempre filma lo que más le gusta, lo que más quiere y lo que más desea. No hay en su cine ni una gota de resentimiento, sino de juego y de celebración, y en sus tonos más graves vibran algunas pudorosas notas de duelo por la belleza extinguida. En “Invisible”, la retratada es la chelista Maite Arroitajauregi, conocida por los aficionados a la buena música como Mursego. Los espectadores asistimos a escenas fragmentarias de la grabación de su segundo disco, “Bi”, que, por el modo de filmar la música como un trabajo artesanal, podrían recordarnos al Godard de “Hélas pour moi” y, sobre todo, al retrato cargado de deseo físico de Jeanne Balibar en “Ne change rien”, de Pedro Costa. Pero ya hemos insinuado antes que lo importante del cine de Iriarte no son sus semejanzas (no dejemos sin trabajo a los gacetilleros), sino sus peculiaridades. El primer toque distintivo de “Invisible” radica en la peculiar atmósfera que brota a medida que el carácter realista de las imágenes de Maite (planos fijos, filmados con trípode) se sumergen en un tono propio de cine fantástico.
Hay en ”Invisible” un gran hallazgo formal, con el que creo que Iriarte ha desarrollado definitivamente una voz propia: la combinación de textos literarios (en el centro de la pantalla se sobreimpresionan breves diálogos entre dos personajes) con una voz en off recitada por el propio Iriarte. De vez en cuando, escuchamos sirenas, susurros, sonidos lejanos, que no corresponden a nada que veamos en pantalla. Evidentemente, ninguno de estos recursos es por sí mismo novedoso (Genet, Duras, Isou), pero el modo en que interactúan todos estos ingredientes acaba siendo insólito, conforme al fondo de la película: lo más cotidiano es también lo más desconocido. Uno de los textos sobreimpresionados nos anuncia: “Es una película de amor”. Poco a poco, iremos comprendiendo que, en realidad, estamos asistiendo en vivo a la crónica de un desamor: a la separación entre el retratista y la retratada. La voz y el texto sugieren que Maite está grabando con su chelo la banda sonora de una película de vampiros, una película que, por supuesto, nunca veremos a menos que asumamos que ésta se agazapa en el interior de la propia “Invisible”.
Y es en la utilización desesperada del cine como medium para invocar lo perdido, para tratar de frenar lo irreversible, donde la trama vampírica de “Invisible” afila sus colmillos. Iriarte aprendió de Garrel que el retrato (ese género tan esencialmente cinematográfico, pero que por causas extrañas nunca ha merecido tanta atención como el western o el musical) podía ser realista al tiempo que misterioso. Algunas de sus mejores piezas (“Cinco películas” y “Hamaika".Retrato de JJ Baquedano ya demostraban que, mediante retratos frontales y mudos de personas mirando a cámara, Iriarte es capaz de plasmar el deseo y la amistad circulando entre ambos lados de la cámara.
Y también de sugerir que toda presencia física oculta al fondo un iceberg secreto. Entre las pantallas negras, los pedazos rotos que Iriarte va exponiendo son capaces de evocarnos sensaciones físicas memorables (los grillos, las horas al amanecer en el hotel Sandokkan, los sonidos que reconstruyen espacios y biografías, como en el “Weekend” de Ruttmann): sinestesias, metonimias, mujeres sin pasado, hombres pantera, y las venas hinchándose en el cuello de Maite mientras canta. Neorealismo y magia. A medida que avanza, escuchamos una por una las sucesivas pistas de sonido que va grabando Maite con distintos instrumentos: algunas son emocionantes, románticas, otras cómicas, caricaturescas; dan la sensación general de pertenecer a discos diferentes. Solo al final, cuando escuchemos la mezcla de las diversas pistas, comprenderemos que formaban parte de un mismo tema, que los sonidos contradictorios, cuyas audición aislada no nos permitía hacernos idea de ningún conjunto, habían sido concebidos para confluir en una composición única y “Invisible” es una película compuesta del mismo modo.
Así, cuando nos muestra hasta qué punto las posturas físicas que deben adoptar los músicos son anatómicamente antinaturales, y vemos que las manos de Maite sobre el chelo parecen garras, la película nos habla a la vez del proletariado de la música y de los sentimientos íntimos del cineasta. “Invisible” es una película hecha sin miedo, que te aborda y a continuación pide distancia para volverte a abordar, igual que los amores inconclusos, hechos de expectativas, interrupciones y ventriloquías. Iriarte ha hecho una película sonámbula. Y eso debería bastar para colocarlo en el mapa de los cineastas que hay que seguir en este país: al menos, hasta que él mismo se encargue de darnos esquinazo y desaparecer sin dejar ni rastro.
Isaki Lacuesta
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