Footnotes to a house of love, de Laida Lertxundi
El único medio de renovación consiste en abrir los ojos y contemplar el desorden.
No se trata de un desorden que quepa comprender.
He propuesto que lo dejemos entrar porque es la verdad.
Samuel Beckett
AQUÍ Y AHORA: EL CINE DE LAIDA LERTXUNDI
He titulado así esta reflexión para subrayar uno de los aspectos que más
me interesan del trabajo cinematográfico de Laida Lertxundi. Cuando
pienso retrospectivamente en sus películas, siempre me imagino a mí
misma observando la pantalla. Por supuesto, también recuerdo los
paisajes transparentes, los cuerpos fragmentados, las canciones
populares, los sonidos que genera cada situación. Pero lo que más
recuerdo a posteriori son los intervalos, los momentos estáticos que se
hacen presentes a través de una espacialidad radical –pienso en un plano muy largo de una palmera californiana, la pantalla negra que cierra My Tears Are Dry, la tela blanca al comienzo de Footnotes to a House of Love, o la forma en que el paisaje oscila entre ausencia y presencia en A Lax Riddle Unit, por citar ejemplos muy claros–.
La primera impresión es que no hay separación. Mi presencia en la sala de cine es inseparable de lo que veo y oigo: me identifico con la pantalla. Lo vuelvo a pensar y cambio de opinión: es la separación radical entre la película y yo lo que hace que mi presencia no desaparezca durante la percepción. En cualquier caso, creo que las películas de Laida Lertxundi nos hacen especialmente conscientes del aquí y del ahora, y es este aspecto en concreto el que voy a tratar de desarrollar.
Dijo Pasolini que en el cine no existe el presente y que, más que de un movimiento físico, se trata de un desplazarse en el tiempo. Ante una fotografía o una imagen fija, siempre podemos recorrerlas con la mirada durante el tiempo que queramos. En el cine, por el contrario, se impone, por obra de su «consecutividad impostora» –maravillosa expresión de Isidore Isou– esa coerción de la imagen-movimiento que es su mismo signo de génesis. Por un lado, la forma pensante sustituye o arrastra nuestros propios pensamientos. Por otro, el tiempo es algo subjetivado, ligado a la situación pragmática del espectador. El tercer elemento consiste en que la película no permanece más que el tiempo de su proyección, al menos de forma presencial.
Laida Lertxundi ha comprendido que para hacer que exista el tiempo en el cine –un tiempo en presente tenso– es necesario invertir la ecuación visual del movimiento. Para ello cada trabajo fílmico debe por lo menos hallarse entre una condición móvil y otra estática. Sus películas expresan situaciones de proceso: procesos perceptivos, procesos de producción fílmica y, también, el proceso por el cual una película avanza y se desenrolla, es decir, su duración. Construyen, pues, una relación tautológica entre el espectador en la obra y la situación procesal en la que ésta se desarrolla. Pero también hacen sentir, a través de los agujeros del tiempo y de los sonidos, el proceso por el cual la imagen se vacía de sí misma, vaciándonos a nosotros también y cediendo su movimiento a nuestro espacio mental perceptivo, por un lado, y a la posibilidad de una escucha consciente, por otro.
Los planos fijos, y más significativamente las tomas del paisaje, pueden contener movimientos mínimos, como el vaivén sutil de la palmera, los encrespamientos de las olas, o una persona que vemos de espaldas observando el horizonte. Pero todos ellos son expresiones de la imagen-tiempo tal y como la definía Deleuze, pues ahora el movimiento se subordina al tiempo –como ocurre precisamente con el modo en que se nos presenta la música–.
Las películas de Laida Lertxundi son efectivamente «espacios de libertad»1, verdaderos nunc-stans – huecos o ventanas espacio-temporales que se abren a un ahora consciente–. La experiencia del filme debe ser considerada como un pasaje de tiempo real a través de intervalos por los que nos hacemos presentes, nos volvemos conscientes del estar ahí, viendo y escuchando signos ópticos y sonoros puros. Y esa es la expresión más honesta de la libertad en el cine, como también lo son la ruptura de la suspensión crítica y la presentación de un paisaje propiamente dialéctico, el cual es uno de los sentidos de ese «plus» en «Landscape Plus».
Últimamente, Laida Lertxundi se refiere a su trabajo como «Landscape Plus», es decir, sus películas reúnen una exploración del paisaje y algo más. A veces, ese extra puede materializarse en un conjunto de películas que ella elije para revelarnos los afectos de su trabajo: Hollis Frampton y su exploración de la modulación luminosa en el tiempo, traducida a la ilusión volumétrica del espacio (Lemon); Bruce Baillie y el movimiento panorámico de la cámara, puesto en correlato con la experiencia pura de la duración y de la escucha (All My Life); Morgan Fisher y la deconstrucción ilusionista mediante estrategias ligadas a las propiedades inherentes del cine (Picture and Sound Rushes). El paisaje cinemático lo forman sus películas, pero también las de otros antes que ella, con ella.
En lo referente a su trabajo en conjunto, ese «algo más», ese «plus» que se adhiere al paisaje, parece lo suficientemente ambiguo, porque es lo otro que no es paisaje y que lo abraza. Laida Lertxundi nos recuerda que no es posible observar el paisaje desde un solo punto de vista, porque también están la máquina que filma, la filmmaker, el cine en general, el trabajo en colectivo, y nosotros –espectadores– al otro lado de la ventana. Al escribir sobre el paisaje dialéctico, Robert Smithson apuntó que la Naturaleza como entidad estática es puesta «en interrogativo» ante el ojo de la cámara, lo cual remitía a Dziga Vertov. Su dialéctica radicaba en la materia misma y su relación con el medio, en el par materia-ojo u organismo-máquina. En las películas de Laida Lertxundi tampoco se trata de contraponer, sino de correlacionar y hacer que todos esos elementos dialoguen y se filtren unos en los otros, como así dialogan y se permeabilizan los espacios domésticos e íntimos con la magnitud del paisaje en su trabajo.
El aparato fílmico es parte del paisaje o de la película en general, como primero ilustraba de forma muy explicita Farce Sensasionelle, y luego más sutilmente Llora Cuando Te Pase. En una secuencia concreta de ésta última, las bandas negras que atraviesan la imagen del cielo en un monitor de TV nos dejan ver claramente a la artista filmando, al sujeto y la cámara. Esta imagen, que nos muestra las dos caras simultáneamente (lo filmado y el acto de filmar), no sólo confirma esa mirada necesariamente dialéctica, sino que al tratarse de una representación (una reproducción del cielo en una pantalla), volvemos a entender que «no es una imagen del paisaje, sino una imagen de la cineasta en el paisaje, es una experiencia indirecta»2. En última instancia, cabría decir que esa imagen del monitor también nos confirma que es a través de los intersticios como construimos el sentido.
La visibilidad de los aparatos tecnológicos relacionados con la imagen-movimiento y el sonido, el mismo montaje, las visibles manipulaciones del funcionamiento mecánico de la cámara durante la filmación, el sonido diegético y, en general, la presentación directa de las propiedades formales del medio en sus películas, son también una clara desmitificación de los valores convencionales del cine de ficción. Destruyen ese estado perceptivo conocido como «suspensión crítica» (suspensión of disbelief) por medio del cual obviamos los aspectos técnicos que hacen posible la credulidad de una obra ficticia. Una vez más se nos devuelve la percepción del presente, del aquí y del ahora.
No es por casualidad que las personas que aparecen en las películas de Laida nunca hablen. Entre ellas hay diálogo, pero no es un diálogo materializado en palabras, sino en gestos y actos que remiten al proceso de producción de la película. Esto me recuerda al fenómeno de la auto-percepción, del «Esse est percipi» de Berkeley, que otro maestro de la elipsis, Samuel Beckett, llevó al cine con Film (1964), cuyo único sonido era un ligero «¡ssshhh!». Las películas de Laida Lertxundi, en definitiva, están impregnadas de ese mutismo a través de pausas y puntos suspensivos. Estos son lugares radicales de espaciamiento, expropiación, proyección y suspensión, y nos seducen sin necesidad de comprender o articular. Simplemente tenemos que abrir los ojos y contemplar el desorden para que pueda entrar la verdad.
La primera impresión es que no hay separación. Mi presencia en la sala de cine es inseparable de lo que veo y oigo: me identifico con la pantalla. Lo vuelvo a pensar y cambio de opinión: es la separación radical entre la película y yo lo que hace que mi presencia no desaparezca durante la percepción. En cualquier caso, creo que las películas de Laida Lertxundi nos hacen especialmente conscientes del aquí y del ahora, y es este aspecto en concreto el que voy a tratar de desarrollar.
Dijo Pasolini que en el cine no existe el presente y que, más que de un movimiento físico, se trata de un desplazarse en el tiempo. Ante una fotografía o una imagen fija, siempre podemos recorrerlas con la mirada durante el tiempo que queramos. En el cine, por el contrario, se impone, por obra de su «consecutividad impostora» –maravillosa expresión de Isidore Isou– esa coerción de la imagen-movimiento que es su mismo signo de génesis. Por un lado, la forma pensante sustituye o arrastra nuestros propios pensamientos. Por otro, el tiempo es algo subjetivado, ligado a la situación pragmática del espectador. El tercer elemento consiste en que la película no permanece más que el tiempo de su proyección, al menos de forma presencial.
Laida Lertxundi ha comprendido que para hacer que exista el tiempo en el cine –un tiempo en presente tenso– es necesario invertir la ecuación visual del movimiento. Para ello cada trabajo fílmico debe por lo menos hallarse entre una condición móvil y otra estática. Sus películas expresan situaciones de proceso: procesos perceptivos, procesos de producción fílmica y, también, el proceso por el cual una película avanza y se desenrolla, es decir, su duración. Construyen, pues, una relación tautológica entre el espectador en la obra y la situación procesal en la que ésta se desarrolla. Pero también hacen sentir, a través de los agujeros del tiempo y de los sonidos, el proceso por el cual la imagen se vacía de sí misma, vaciándonos a nosotros también y cediendo su movimiento a nuestro espacio mental perceptivo, por un lado, y a la posibilidad de una escucha consciente, por otro.
Los planos fijos, y más significativamente las tomas del paisaje, pueden contener movimientos mínimos, como el vaivén sutil de la palmera, los encrespamientos de las olas, o una persona que vemos de espaldas observando el horizonte. Pero todos ellos son expresiones de la imagen-tiempo tal y como la definía Deleuze, pues ahora el movimiento se subordina al tiempo –como ocurre precisamente con el modo en que se nos presenta la música–.
Las películas de Laida Lertxundi son efectivamente «espacios de libertad»1, verdaderos nunc-stans – huecos o ventanas espacio-temporales que se abren a un ahora consciente–. La experiencia del filme debe ser considerada como un pasaje de tiempo real a través de intervalos por los que nos hacemos presentes, nos volvemos conscientes del estar ahí, viendo y escuchando signos ópticos y sonoros puros. Y esa es la expresión más honesta de la libertad en el cine, como también lo son la ruptura de la suspensión crítica y la presentación de un paisaje propiamente dialéctico, el cual es uno de los sentidos de ese «plus» en «Landscape Plus».
Últimamente, Laida Lertxundi se refiere a su trabajo como «Landscape Plus», es decir, sus películas reúnen una exploración del paisaje y algo más. A veces, ese extra puede materializarse en un conjunto de películas que ella elije para revelarnos los afectos de su trabajo: Hollis Frampton y su exploración de la modulación luminosa en el tiempo, traducida a la ilusión volumétrica del espacio (Lemon); Bruce Baillie y el movimiento panorámico de la cámara, puesto en correlato con la experiencia pura de la duración y de la escucha (All My Life); Morgan Fisher y la deconstrucción ilusionista mediante estrategias ligadas a las propiedades inherentes del cine (Picture and Sound Rushes). El paisaje cinemático lo forman sus películas, pero también las de otros antes que ella, con ella.
En lo referente a su trabajo en conjunto, ese «algo más», ese «plus» que se adhiere al paisaje, parece lo suficientemente ambiguo, porque es lo otro que no es paisaje y que lo abraza. Laida Lertxundi nos recuerda que no es posible observar el paisaje desde un solo punto de vista, porque también están la máquina que filma, la filmmaker, el cine en general, el trabajo en colectivo, y nosotros –espectadores– al otro lado de la ventana. Al escribir sobre el paisaje dialéctico, Robert Smithson apuntó que la Naturaleza como entidad estática es puesta «en interrogativo» ante el ojo de la cámara, lo cual remitía a Dziga Vertov. Su dialéctica radicaba en la materia misma y su relación con el medio, en el par materia-ojo u organismo-máquina. En las películas de Laida Lertxundi tampoco se trata de contraponer, sino de correlacionar y hacer que todos esos elementos dialoguen y se filtren unos en los otros, como así dialogan y se permeabilizan los espacios domésticos e íntimos con la magnitud del paisaje en su trabajo.
El aparato fílmico es parte del paisaje o de la película en general, como primero ilustraba de forma muy explicita Farce Sensasionelle, y luego más sutilmente Llora Cuando Te Pase. En una secuencia concreta de ésta última, las bandas negras que atraviesan la imagen del cielo en un monitor de TV nos dejan ver claramente a la artista filmando, al sujeto y la cámara. Esta imagen, que nos muestra las dos caras simultáneamente (lo filmado y el acto de filmar), no sólo confirma esa mirada necesariamente dialéctica, sino que al tratarse de una representación (una reproducción del cielo en una pantalla), volvemos a entender que «no es una imagen del paisaje, sino una imagen de la cineasta en el paisaje, es una experiencia indirecta»2. En última instancia, cabría decir que esa imagen del monitor también nos confirma que es a través de los intersticios como construimos el sentido.
La visibilidad de los aparatos tecnológicos relacionados con la imagen-movimiento y el sonido, el mismo montaje, las visibles manipulaciones del funcionamiento mecánico de la cámara durante la filmación, el sonido diegético y, en general, la presentación directa de las propiedades formales del medio en sus películas, son también una clara desmitificación de los valores convencionales del cine de ficción. Destruyen ese estado perceptivo conocido como «suspensión crítica» (suspensión of disbelief) por medio del cual obviamos los aspectos técnicos que hacen posible la credulidad de una obra ficticia. Una vez más se nos devuelve la percepción del presente, del aquí y del ahora.
No es por casualidad que las personas que aparecen en las películas de Laida nunca hablen. Entre ellas hay diálogo, pero no es un diálogo materializado en palabras, sino en gestos y actos que remiten al proceso de producción de la película. Esto me recuerda al fenómeno de la auto-percepción, del «Esse est percipi» de Berkeley, que otro maestro de la elipsis, Samuel Beckett, llevó al cine con Film (1964), cuyo único sonido era un ligero «¡ssshhh!». Las películas de Laida Lertxundi, en definitiva, están impregnadas de ese mutismo a través de pausas y puntos suspensivos. Estos son lugares radicales de espaciamiento, expropiación, proyección y suspensión, y nos seducen sin necesidad de comprender o articular. Simplemente tenemos que abrir los ojos y contemplar el desorden para que pueda entrar la verdad.
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1 «Espacios de libertad», Laida Lertxundi, 2012. Leer aquí.
2 «What we see is no longer an image of a landscape but an image of the filmmaker in the landscape, the indirectness of the experience is embraced». «Focus Interview: Laida Lertxundi», Frieze Magazine, nº 152, enero-febrero, 2013.
2 «What we see is no longer an image of a landscape but an image of the filmmaker in the landscape, the indirectness of the experience is embraced». «Focus Interview: Laida Lertxundi», Frieze Magazine, nº 152, enero-febrero, 2013.
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